El Sirius tiene cuatro años y es el jugador más pequeño de la guardería de rugby de Vic, donde el mayor tiene doce años. Coge la pelota y corre. Todos los compañeros le persiguen para placarlo. Durante la persecución todos lo pasan bien. Cuando atrapan el Sirius le toman la pelota mientras se ríen. Tienen claro que el suyo es un deporte de equipo. Y que respetarse es ser jugador de rugby, y no al revés. Van a los entrenamientos para pasarlo bien. Su entrenadora, Anna Portillo, los repite a menudo que una marca no importa si el balón no la ha tocado todos. «Lo que quiero es consolidar el equipo que lo pasen bien», explica.
El Sirius y su hermano, el Magno, que tiene seis años, han comenzado a hacer rugby este mismo curso. Su padre, el Germen Coll, fue jugador de rugby durante mucho tiempo y le gusta que sus dos hijos se hayan animado con este deporte. Visto desde fuera, el rugby puede parecer un deporte agresivo. Pero los que juegan esgrimen que es un gran ejemplo de confraternidad, disciplina y respeto máximo por el otro, sea del propio equipo o contrincante. El Germen Coll no espera que sus hijos sean grandes jugadores: si los apuntó a rugby es precisamente lo que les aportará como personas. «Es un deporte en el que en las gradas se mezclan las aficiones, cuando hay que chutar el campo se queda en silencio absoluto, cuando se acaba los perdedores siempre hacen un pasillo a los que ganan para reconocer su victoria y también hay un refrigerio, en el que invitan a los de casa «, explica el Germen. «Yo aún conservo como amigos los que fueron mis compañeros de equipo», añade.